Periferias (o la utilidad de Pasternak)

Lo procedente en nuestro tiempo, lamentablemente, es empezar así: justificando la aplicación práctica de todo aquello que quiera ser considerado como respetable. Las humanidades tienen que ceder terreno a otras formaciones cuyo único criterio de medida es la proyección laboral, y en su intento de supervivencia deben garantizar –con escaso éxito- su utilidad. Por eso, para comenzar con una aventura como Periferias, quizá también sea pertinente aportar una visión práctica. Vendría al caso aquí el título de aquel libro de Italo Calvino, “¿Por qué leer los clásicos?” que también tenía cierto tono justificativo por vía utilitaria, pero me he decantado por el recurso mercadotécnico de emplear el nombre de un nobel esperando que pueda así despertar cierta curiosidad.

Sin embargo, si creyésemos en las estadísticas sobre las costumbres lectoras actuales, pocos concluirían este texto, de modo que para quienes puedan reservar cierto interés pero sufren ya los síntomas de la inconstancia de internet, les adelanto el final. Pasternak (podría ser otro pero fue él mismo quien salió al paso) no es aquí más que una representación de esas disciplinas que reconocemos como “humanidades”, y en este caso además en su escala más baja, hablando en términos prácticos: la artística. ¿Y cuál es esa utilidad a la que me refiero? Pues la de mostrarnos de un modo u otro la condición humana y sus circunstancias empleando recursos atractivos debidamente elaborados. Dicho claramente, la cultura que no trata sobre el hombre como individuo o de su entorno vital, ni es cultura ni es nada.

Puede detenerse en este punto la lectura sin remordimientos, ya que el resto no es más que un desarrollo de esto mismo. Para quien aun así prefiera continuar, debe saber que empieza ya a resultar también individuo socialmente sospechoso, puesto que no se ha tragado la afirmación sin más, sino que busca un argumento que la sustente.  Queda advertido.

El hecho cierto es que la utilidad de la que antes he hablado exige algo a cambio: el mensaje está encriptado -utiliza símbolos, metáforas o algún tipo de lenguaje propio- y precisamente en su traducción radica el placer. Cada uno desde luego tendrá sus preferencias sobre el medio o el soporte que le proporcione esta gratificación, pero ésta es inexcusable. Sin ella lo demás no tiene sentido. Para el aburrimiento hay opciones mucho mejores.

Puestos así en antecedentes, ¿qué persigue Periferias, cultura y sociedad?

El nombre, a nadie se le escapa, no es gratuito. La Periferia abraza sin duda algunos conceptos que no resultarán extraños; existirán matices y puntos de vista diversos, sin duda, pero prevalecerá en todos ellos ese aspecto mestizo, permeable, osmótico del lugar en el que se entremezclan lo establecido y lo alternativo, lo conocido y lo ignoto, lo propio y lo ajeno. Es, en todo caso, una actitud la que se describe.

Más discretamente, con molde menor, quedan sus apellidos: cultura y sociedad, que ahora ya nos empiezan a resultar algo más justificados. Paradójicamente, si la metafórica periferia se revela finalmente bastante significativa, sus explícitos apellidos resultan sin embargo algo más difíciles de aprehender en un todo. Parece evidente la referencia a dos ámbitos de por sí conocidos, pero describir cómo ambos se pueden concebir como anverso y reverso de una misma moneda resulta más complicado.

Anuncian en cierto modo un modelo o referencia que entrevemos pero que resulta difícil de delimitar. Se muestra aquí la utilidad del poeta, que como sabemos usa palabras para decir aquello a lo que las palabras no llegan, y recordemos que Pasternak fue ante todo un “inútil” poeta.

¿Y quién llamó a Boris aquí? Nadie. Se apareció reencarnado paradójicamente en el recientemente fallecido Omar Sharif. Cosas del destino, era una noche de julio, y al llegar a casa tras una de aquellas largas conversaciones intentando marcar límites que definiesen ese modelo buscado, una imagen en la pantalla lo puso ante mí, sin haberlo pedido. Hacía pocos días que Sharif había muerto en El Cairo, y era objeto aquella noche de algún tipo de documental retrospectivo, uno de estos que al ser interesantes y de calidad se emiten de madrugada. Allí lo tenía. No era Omar Sharif, claro, sino la evocación a su personaje de Yuri Andreievich Zhivago en la película de David Lean. Dije que Pasternak fue ante todo poeta, pero se nos presenta en este caso gracias a una de las más recurrentes formas que a lo largo del devenir de la humanidad se han empleado para mostrarnos la realidad de las cosas: una apasionante historia, en este caso en forma de novelón ruso bastante ajeno a la modernidad europea o americana que reinaba ya en el momento en el que fue escrito. Porque, como todas las grandes obras, el libro de Pasternak en el que se basa la película, admite varias lecturas: para unos es una historia de amor con una ambientación histórica; para otros una crítica política escondida tras una trama romántica. La primera lectura alude al triángulo amoroso entre Yuri, Tonia y Lara; la segunda, la crítica política al sistema, motivó que la publicación del libro fuese retenida y que su autor sufriese la represión soviética, impidiéndole incluso recoger el Nobel que le sería después concedido. La superposición de ambas parece agotar su lectura, pero esto puede desarmarse con una simple objeción: el personaje de Yuri Zhivago irradia un aura de plena humanidad que sin duda no se justifica en su ambigua posición en cualquiera de las dos situaciones anteriores.

¿Qué es lo que entonces le aporta ese carácter? Posiblemente la coincidencia en él del médico y el poeta, el hombre que se enfanga en la realidad asistiendo en las calles a los revolucionarios heridos y que al tiempo pretende cambiarla con sus poemas. Porque Zhivago es tanto hombre de ciencia y conocimiento como artista y creador.

Está muy bien, pero ¿es esto suficiente? Lo sería para presentarlo como yerno modelo (siempre que la potencial suegra no conociese el pasado familiar del doctor y la pobre Tonia, claro) pero no parece que llegue para ascenderlo al pedestal del héroe. Tampoco lo pretende. El caso es que más bien corre en dirección contraria, en la del antihéroe, pero muy diferente del  prototipo que representa el Rick de Casablanca, descreído y de vuelta de todo. Zhivago se nos muestra como alguien joven y con ilusión que pretende cambiar y mejorar la vida de los demás, pero al que le repugna el opresivo poder establecido que representa Komarovski tanto como desconfía de las irreales promesas revolucionarias encarnadas por el siniestro Strelnikov. Nos parece heroico, y sin embargo no lucha abiertamente contra ellos (ciertamente aunque quisiera, tampoco podría). Su resistencia consiste en conservar su propia ciudadela personal, en mantener su integridad sin plegarse ante el sistema de unos ni dejarse engañar por las arteras promesas de los otros. Su heroicidad surge al optar, entre lo material y las ideologías, por la persona, a pesar de todo. Y a veces el precio a pagar por ello es muy caro. Pasternak lo sabía muy bien. Su historia no difiere mucho de la de su personaje en este sentido. También lo supieron Camus, y en España Chaves Nogales, y tantos otros, individuos que clamaron en desiertos que lo eran porque el resto habían huido siguiendo a sus manadas.

En ello radica la plena humanidad que el personaje irradia, y retomo aquí al resumen, en el que afirmábamos que la utilidad del artista radica en la capacidad de “mostrarnos la condición humana y sus circunstancias mediante recursos atractivos debidamente elaborados”. Sólo un poeta como Pasternak puede condensar todo esto al introducirnos literariamente en una dacha cálida y confortable en la que Zhivago se refugia con Lara y escribe poemas, pero que está rodeada de una inhóspita estepa helada en la que los lobos acechan cada noche.

Construirse una dacha. No se me ocurre nada más útil que hacer.

[César Morales Cuesta]

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